Seis cuentos brevísimos de terror y descolocación, por José de la Colina



 
Thomas Barbey


Por José de la Colina

En la alta noche propicia a la duda, al insomnio, a la alucinación, cuando te miras al espejo y aburrido de encontrar el mismo rostro de siempre haces muecas para distraerte un poco, empiezas a asustarte pregúntándote quién es ese que aparece y te mira, y cuál de los dos, es decir Tú o el  Otro Tú, es el que verdaderamente existe, y después de decirte qué tontería sientes que va a arrebatarte el vértigo, y corres como un niño aterrado a tu habitación, te metes en la cama y te cubres la cabeza con la manta, y, sin poder dormir, te dedicas a temblar por toda la noche en espera de que llegue la quirúrgica luz de cuchillo del alba, porque te has dado cuenta de que allí, en el espejo ha aparecido un Tercer Tú que es un Tercer Otro, un inesperadamente aparecido de ojos irónicos.


El espejo de Narciso

En todas partes donde encontraba un espejo se detenía largo rato a contemplarse, pero su mala suerte quiso que un día hallase un espejo vampiro, en el que se miró tanto rato que su mismo reflejo lo fue sorbiendo, creando en el cristal una imagen cada vez más hermosa pero más evanescente, hasta que el espejo solo reflejó, y para siempre, una habitación vacía.

Inversión

El fantasma del caballero Ele, que por amor a la rapidez  y por mantenerse en forma había estado ejercitándose con éxito en hacer sesenta apariciones por segundo, descubrió un día, con horror, que había vuelto a ser el caballero Ele vivo.

La no recomendable magia del olvido.
—No existirás ya más para mí ni para nadie —dijo Luisa a Pedro—. Te olvidaré  tan intensamente que dejarás de existir.
Y lo olvidó tan intensamente que Pedro desapareció para siempre.
Pero, como Luisa ya era solamente un recuerdo de Pedro, a su vez desapareció del mundo.

Del fondo de la guitarra

El guitarrista desprevenido, mientras en las cuerdas sus dedos ejercían un bello dedear que lo tenía embelesado, se inclinó tanto hacia el negro agujero umbilical del instrumento que perdió el equilibrio y cayó allí como en un pozo. Y si al principio se asustó, luego poco a poco se halló a gusto, deleitado con la melodía que otro, ¿quién?, continuaba dedeando en la guitarra.

Una pasión en el desierto

El extenuado y sediento viajero perdido en el desierto vio que la hermosa mujer del oasis venía hacia él cargando un ánfora en la que el agua danzaba al ritmo de las caderas.
-¡Por Alá -gritó-, dime que esto no es un espejismo!
-No -respondió la mujer, sonriendo-. El espejismo eres tú.
Y,en un parpadeo de la mujer, el hombre desapareció.

Marca La Ferrolesa

Al enterarse de la muerte del dictador Franco, el español Ramón Ramago, antifranquista exiliado por muchos años en México, corrió a su casa a celebrar el tan anhelado acontecimiento, llamó a la familia al comedor, abrazó a la mujer (Rosalía), a los hijos (Benitín y Encarnita), descorchó la botella de sidra y empezó a abrir con la llave la lata de sardinas de marca La Ferrolesa guardada también largo tiempo para aquella ocasión, y ya veía el aceite rezumar por los bordes, qué perfume salía, aroma de sardinas gallegas nada menos, las mejores del mundo, y la mujer y los críos cantaban, saltaban, palmoteaban, qué emoción ver  la tapa de hojalata enroscándose en torno a la llave. Y cuando la lata estaba a medio abrir la mujer y los críos gritaron, y Ramón no podía creer a sus ojos: lo que había allí dentro no eran sardinas,  sino una miniatura de hombre en uniforme militar de gala, con los tradicionales colores de la bandera española cruzándole el pecho ornamentado de medallas, con un espadín colgado de la faja y aquel rostro intolerablemente sabido que no podía ser sino el del mismísimo Caudillo Por La Gracia de Dios, la carita de un Franquito sonriente, guiñandole un ojito, y Ramón, pasando del espanto a la furia, tomó un tenedor para clavarlo en el monstruito, pero éste saltó de la lata, rebotó dos o tres veces en la mesa, cayó al suelo y echó a correr y la familia lo perseguía por toda la casa, pero se metía debajo de las camas, salía y saltaba y se colgaba de las bombillas de luz y de las cortinas, cantando con voz chillona: lero lero… aquí te espero… con la cuchara… del cocinero…